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En Miami, las
dimensiones de sus obras aumentaron, y también su resonancia. El valor de sus
creaciones se triplicó, y las galerías —unas diez en total— comenzaron a
buscarla con insistencia. La más influyente: Chic Evolution, en Fort Lauderdale,
que no solo la exhibe, sino que la ha conectado con una red de coleccionistas
que se ha convertido en su clientela fija.
Cada obra que crea es una edición limitada de 10 piezas, aunque no hay dos
iguales. No sigue un calendario estricto. Hay cajas que le toman un mes y otras
que le roban medio año. Depende de la complejidad del mensaje y de los
materiales. Porque hay una regla de oro en su taller: solo se usan juguetes
reciclados. “El 90% de los juguetes son de plástico. Yo no elegí trabajar con
ese material, él me eligió a mí”, dice, con resignación poética. Reutilizar ese
plástico no es solo una elección estética, es una postura política en un mundo
inundado por desechos. Su proceso creativo es casi arqueológico. Camina las
playas de Miami recolectando objetos que le hablen, que le cuenten algo. Sus
amigos y desconocidos le donan juguetes que ya no usan. Una vez al mes visita
tiendas Goodwill donde compra juguetes descartados, aquellos que nadie más
quiere. Allí comienza la magia. En su taller, las piezas cobran nueva vida. Se
reordenan, se combinan, se agrupan en una narrativa que mezcla nostalgia, ironía
y protesta.
Pero, como todo artista que ha encontrado una fórmula que funciona, Carmet
siente de vez en cuando el miedo al agotamiento. “A veces pienso que la gente se
va a cansar de las cajas de juguetes”, admite. Sin embargo, su respuesta a ese
temor es seguir creando. Leer las noticias, mirar el mundo, absorber su caos y
transformarlo en arte. De hecho, su obra más reciente dialoga con los conflictos
bélicos actuales y los discursos polarizados sobre la identidad de género. Es
como si sus cajas fueran cápsulas de memoria del presente, pero con la textura
de la infancia.
El arte de Carmet es, ante todo, un puente. Une lo trivial con lo profundo. Lo
reciclado con lo simbólico. Lo estético con lo político. En una época donde la
sustentabilidad es tan urgente como la representación, sus obras encajan con una
generación que no se conforma con el “buen gusto”: quiere que el arte diga algo.

Puede que algún día los juguetes se agoten o que las modas cambien. Pero el
espíritu que anima cada caja —esa voluntad de decir algo con lo descartado, de
transformar la basura en belleza y denuncia— no parece tener fecha de caducidad.
Valérie Carmet encontró en lo olvidado una forma de gritar suave, pero con
contundencia. Y en un mundo saturado de ruido, eso ya es arte. |
Por las playas de Miami camina una artista que, con cada ola,
encuentra más que arena y caracoles: descubre historias. Valérie
Carmet no solo recolecta juguetes olvidados, piezas de plástico
perdidas entre la sal y el sol; recolecta también fragmentos de la
infancia ajena para convertirlos en arte. No cualquier arte, sino
uno que combina la estética colorida y juguetona del pop art con una
conciencia ecológica feroz y una carga política nada disimulada.
Carmet nació en 1967 en Romans, una ciudad del sureste francés,
entre montañas suaves y tradiciones arraigadas. Pero desde pequeña
tenía claro que lo suyo no sería la vida convencional. “Quería ser
artista”, cuenta, pero como ocurre tantas veces en familias que ven
el arte como sinónimo de hambre, sus padres la encaminaron a
estudiar negocios internacionales. La vida, sin embargo, no olvida
los sueños que uno guarda, y a los 23 años se mudó a Nueva York para
trabajar en moda. Lo que parecía un desvío terminó siendo una curva
que la trajo, muchos años después, justo donde quería estar.

Pasó una década en la industria de la moda antes de dar un salto al
vacío. A los 32 años, enfrentada a una crisis personal, decidió
dejarlo todo y estudiar mosaico en Italia. Estuvo un año aprendiendo
a construir con fragmentos, algo que se volvería constante en su
obra. Luego regresó a Nueva York, trabajó en una galería, e incluso
llegó a especializarse en mosaicos con vajilla antigua. Pero la moda
también afecta al arte, y hacia 2009, la
fiebre del mosaico se evaporó. “No vendí ni una sola pieza”,
recuerda con una sonrisa que sabe a cicatriz.
Fue entonces cuando los juguetes de sus hijos, adolescentes ya,
comenzaron a acumularse en cajas. “No quería tirarlos
ni regalarlos”, dice, como si le doliera la idea de
que esos objetos, alguna vez amados, acabarán en la basura. Así
nació su primera ‘toy box’: una caja adornada con
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juguetes reciclados y recortes de revistas. Lo que comenzó como
un regalo improvisado para amigos se transformó en su sello, en una obra de arte
que hoy se exhibe y vende en galerías de Estados Unidos.
El estilo de Carmet remite al pop art, pero tiene un giro contemporáneo. Andy
Warhol miraba las latas de sopa y veía la cultura de masas. Carmet mira un Power
Ranger y ve una metáfora del militarismo; observa a Barbie y reflexiona sobre
los cánones de belleza y la presión estética sobre las mujeres. “A veces mis
piezas son controvertidas”, dice sin rodeos. Sus cajas hablan de feminismo,
control de armas, racismo, igualdad LGBTQ+ y más. No es extraño que muchos de
sus coleccionistas se sientan atraídos no solo por el colorido estético, sino
por el mensaje que late en cada pieza.
Un dato curioso: el 70% de quienes coleccionan su obra son hombres gay entre los
30 y 50 años. “No fue algo planeado”, confiesa. Pero es evidente que su
sensibilidad, potenciada por años de amistad con el mundo de la moda, encuentra
eco en audiencias que valoran tanto la estética como la lucha por la
representación.

El traslado a Miami en plena pandemia fue otro giro crucial. Allí encontró una
ciudad luminosa, con casas grandes y una cultura visual más abierta al color.
“Mis piezas se venden tres veces mejor que en New York”, asegura. El cambio no
solo fue de ciudad: fue una expansión creativa.
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